miércoles, 22 de febrero de 2012

De Morales Sola Febrero 22 del 2012

El Gobierno no dice nada. El vicepresidente no aclara ni desmiente ni confirma. Un fiscal empezó a actuar, tarde y con el paso cansino. Una de las más conocidas empresas de impresión de billetes cayó en poder de un amigo de juergas juveniles del vicepresidente. Una mujer, en proceso de divorcio de aquel amigo, lo acusa a éste de ser testaferro del vicepresidente. Los diarios derraman información cotidiana sobre el vínculo personal de Amado Boudou con los que controlan esa firma, la ex Ciccone Calcográfica. No importa. Silencio.
¿No pasa nada, entonces? Ayer pasó algo. El gerente general del Banco Central, Benigno Vélez, renunció a su cargo, uno de los más importantes del sistema financiero y del equipo económico. Vélez es el hombre en el que Boudou confió en el Banco Central, en sus tiempos de ministro de Economía, para hacerle la vida imposible a la presidenta de la institución, Mercedes Marcó del Pont. Vélez cumplió acabadamente con la función que le encomendó su amigo ministro. Resulta, sin embargo, que ahora Vélez firmó la autorización técnica para que Ciccone se hiciera cargo de la impresión de billetes de 100 pesos al precio de unos 50 millones de dólares.
El Banco Central dijo ayer, en un comunicado, que Vélez se fue porque tiene otro destino en el Gobierno. Es improbable que exista otro lugar de tanto brillo, vacante al menos, como la gerencia general del banco que ejerce la autoridad monetaria del país. También puntualizó en ese documento que la adjudicación para imprimir billetes es una facultad del directorio y no del gerente general. Es una aseveración cierta, pero hipócrita. El directorio adjudica luego de la aprobación de los funcionarios del banco. Vélez había firmado la aprobación técnica. Ningún directorio adjudica obras o compras en el vacío.
Boudou debería abstraerse de ese comunicado zalamero y formal. Su situación se empieza a complicar. Marcó del Pont es una alumna dilecta del poderoso Guillermo Moreno; tal vez se convirtió al morenismo más por necesidad que por convicción. Perseguida y descalificada por Boudou, no tuvo nunca más remedio que recostarse sobre alguien más poderoso que Boudou. Sólo estaba Moreno, que viene acusando al vicepresidente, en conversaciones con cualquier interlocutor, de tener poca conciencia de los rigores de la moral pública. Lo vincula frecuentemente con el banquero Jorge Brito y tiene, dice, buena relación con la familia Eskenazi. Brito y los Eskenazi han pasado a integrar desde hace poco tiempo el amplio paisaje de la demonología kirchnerista. Fueron parte de los empresarios amigos hasta entonces.
En la dura interna del oficialismo, Moreno acaba de fulminar a otra pieza de sus adversarios. Pero, ¿es sólo Moreno? Ni el secretario de Comercio ni Marcó del Pont dispararían tan cerca del vicepresidente sin el consentimiento de Cristina Kirchner. Boudou es, quiérase o no, la segunda figura de la República por una decisión personal y exclusiva de la Presidenta. Es verdad, por lo demás, que Boudou venía siendo seriamente objetado por el círculo más íntimo de Cristina. Esto es: por su hijo Máximo y por el secretario de Legal y Técnica, Carlos Zannini. Nunca perdonaron la frivolidad manifiesta del vicepresidente ni su predisposición a ostentar inexplicables riquezas.
La decisión no fue fácil. Quizá porque la desgracia de Boudou habla mal también de la capacidad presidencial para elegir a sus colaboradores. De hecho, el vicepresidente estuvo hasta hace poco protegido por el manto de impunidad judicial y mediática que provee el kirchnerismo a sus militantes. Un fiscal comenzó a averiguar si hay algo de cierto en todo el asunto sólo 15 días después de que se conocieron las primeras informaciones sobre la oscura propiedad de la empresa Ciccone. Un adversario del Gobierno se hubiera visto frente a tres fiscales con vocación de hurgar penalmente en el escándalo en apenas 24 horas. El fiscal Carlos Rívolo fue instruido para moverse por el juez Daniel Rafecas, luego de una perentoria presentación del abogado Ricardo Monner Sans. Ningún fiscal actuó de oficio ni cumplió con su deber.

NOVEDADES

Eso no fue una novedad. El gobierno kirchnerista se resistió siempre a soltarles la mano a sus funcionarios más sospechados de prácticas corruptas. ¿Cuánto tiempo soportó, por ejemplo, Ricardo Jaime? Una novedad fue, en cambio, lo de ayer. Sólo hay dos alternativas para la noticia de que un funcionario cercano a Boudou haya tenido que renunciar: o el vicepresidente está políticamente peor de lo que parece o el Gobierno considera que la situación del vicepresidente es realmente comprometida. Es probable que se trate de una mezcla de las dos cosas.
"La Presidenta no está bien con Boudou desde que se enteró de los aumentos a los legisladores, que él promovió, y de los gastos que hizo para destruir el histórico despacho de los vicepresidentes en el Senado", dijo una fuente con acceso a la jefa del Gobierno. "Ni el menemismo se atrevió a tanto con los sitios históricos", deslizó otro funcionario. El problema de Boudou no es sólo Ciccone, aunque éste sea el más grave y el más difícil de explicar. Su problema es que el caso Ciccone agotó la paciencia del núcleo duro del kirchnerismo. El cargo de Boudou es inamovible, salvo que mediara una renuncia o un juicio político. Su situación debe analizarse, por lo tanto, por lo que sucede con los funcionarios que él designó en la administración, que sí pueden ser relevados.
Por otro lado, ¿cuánta paciencia se necesitaría para que ésta no se agotara? Por denuncias menos probadas, Dilma Rousseff echó a varios ministros de su gabinete. Por un caso infinitamente menor (haber aceptado el regalo de unas vacaciones por parte de un empresario) acaba de renunciar el presidente de Alemania.
Sin embargo, Boudou habría mantenido el favor oficial si su caso fuera una decisión compartida por la aristocracia del kirchnerismo. No lo es. Por lo que se sabe hasta ahora, Boudou abrió solo el tesoro oculto de Ciccone y solo tomó del brazo a empresarios y banqueros que luego cayeron bajo el odio implacable del kirchnerismo.

"TIENE QUE IMITAR AL EX PRESIDENTE ALEMÁN"

El diputado nacional Gerardo Milman, de GEN, sugirió ayer que el vicepresidente Amado Boudou debería considerar la renuncia a raíz de sus vínculos con los dueños de la ex Ciccone Calcográfica. "De probarse la relación con todos estos señores que han tenido la rara virtud de hacerse millonarios a través de contratos la mayoría de las veces desventajosos para el Estado Nacional, el señor vicepresidente de la Nación debería tomar el ejemplo del ex presidente de Alemania que, ante las sospechas, renunció a su cargo para no comprometer el honor de su propio país", expresó Milman en un comunicado..

sábado, 11 de febrero de 2012

Malvinas ,nuestra cancilleria y divagaciones sobre las fuerzas armadas

Escrito de Martín Caparros en su blog .Muy interesante.

Ayer el ministro argentino de Defensa, señor Puricelli, dijo en una entrevista radiada que “los ingleses lo que tienen que tener absolutamente seguro es que en territorio argentino los toleramos en Malvinas pero si llegan a venir al territorio argentino cualquier fuerza armada inglesa no tenga la menor duda que nosotros vamos a ejercer nuestro legítimo derecho de defensa y tenemos capacidades y con qué hacerlo”. Lo cito textual -está el audio, ver desde 11'45"- porque parece difícil de creer que un ministro nacional pueda decir algo así. Que hable de la posibilidad imposible de una invasión inglesa a la Argentina -y que diga, además, que en las Malvinas "los toleramos" mientras todo su gobierno está planteando lo intolerable de ese expolio, y así de seguido. Por no hablar de la prosa.
Pero la escalada discursiva malvinista no para y quizás alguien pensó que tal arenga era otra forma de aunar y aupar espíritus patrióticos. Cuando lo comenté, esta mañana, por tuiter, hubo discusiones sobre el patinazo y sobre el papel del ejército nacional. Entonces varias personas me preguntaron si estaba en la red un texto en el que yo planteaba un debate sobre la utilidad del ejército -y la posibilidad de disolverlo. Les dije que no -forma parte de mi libro Argentinismos- pero me dieron ganas de que estuviera. Es éste:
Hace un par de años me dio por preguntarme en público lo que me había preguntado muchas veces en privado: para qué tenemos un ejército. O, como yo no tengo nada: para qué existe el ejército argentino. Durante más de un siglo, la respuesta fue más o menos clara: el ejército –tierra, agua o aire– era el reaseguro armado de los ricos argentinos contra la posibilidad de un levantamiento de los sectores que querían compartir su poder, socavar su poder, sacarlos del poder: era su arma para conservar el poder. Así funcionó cuando se acabaron las guerras territoriales –contra los indios, contra los paraguayos, contra las provincias– y los que se alzaban eran los radicales, en 1890, en 1905; así funcionó, a partir de 1930, cada vez que los gobiernos democráticos no parecieron aptos para mantener la hegemonía de los ricos –porque eran populistas, porque molestaban a las grandes corporaciones, porque no conseguían reprimir todo lo necesario–; entonces los señores convocaban un par de reuniones, doraban píldoras, prometían prebendas y mandaban al ejército a poner orden –y gobernar, junto con ellos, unos años. El ejército, en esos años felices, era uno de los polos de la política argentina y, precavidos, muchos ricos mandaban a algún hijo menor a formar parte de ese cuerpo, a mantener una mano en el pomo. Era lógico: necesitaban ese poder armado. Pero ahora –por ahora– la democracia les garantiza el control y la supervivencia del sistema, y los golpes están muy desprestigiados y terminan por salir muy caros, así que el ejército ya no les interesa. Por eso, entre otras cosas, lo fueron achicando; por eso, entre otras cosas, ya no mandan a sus hijos al Liceo y ahora los coroneles de la Nación no se llaman Anchorena sino Spichicuchi.
El ejército solía presentarse, también, como el esqueleto de la Patria, el conservador de la famosa tradición sanmartiniana, el reaseguro contra los enemigos de la argentinidad. La última vez –una de las muy pocas– que el ejército sanmartiniano peleó contra extranjeros fue en 1982, Islas Malvinas, y ya todos sabemos cómo fue: la tontería soberbia de pensar que una banda –casi heroica– de muchachos mal preparados y peor equipados podía abollar siquiera la carrocería de uno de los ejércitos potentes de este mundo. Fuera de eso llevamos, grasiadió, más de cien años sin una pinche guerra externa. Y, lo mejor: sin grandes perspectivas de tenerlas.
En la paz, entonces, hay algo que los ejércitos sí suelen tener y que llaman, pomposamente –porque los términos científicos quedan bien, dan serio– “hipótesis de conflicto”. Hace años que me pregunto qué hipótesis de conflicto real puede sostener el ejército patrio. Con los ingleses ni hablar, porque no hay forma de que no perdamos. Con los birmanos, checoslovacos, norvietnamitas y otros demonios soviéticos va a ser complicado –para empezar, porque habría que encontrar una buena excusa; para seguir, porque viven muy lejos; para terminar, porque ya no existen. Con los franceses o los indios o los australianos tampoco suena lógico; quedan, por supuesto, los vecinos. La posibilidad de que vayamos al combate contra Chile, un suponer, por diez leguas de hielos continentales, o contra Paraguay por el agua de un estero, o contra Brasil por un casino en Iguazú o un penal mal cobrado es cada vez más tenue. El mundo actual está lleno de organizaciones y mecanismos para que eso no suceda, y el nivel de conflicto al que –eventual, remotamente– podríamos llegar con nuestros vecinos es perfecto para que lo solucione una de esas mediaciones.
Lo cual es tan afortunado porque, de todas formas, no estamos a la altura. Nuestro ejército –desprestigiado, descuidado, justamente reducido, mal equipado– no sería capaz de combatir dos días seguidos contra Brasil, que ha gastado muchos miles de millones de dólares en aviones, helicópteros y submarinos nucleares, y ni siquiera contra Chile, que también acumula fierros a lo bobo. América Latina sigue llena de pobres, pero nuestros vecinos están derrochando fortunas: el gasto militar en la región se duplicó en los cinco últimos años. Lo cual nos deja dos opciones: o sumarnos de atrás a una carrera carísima que no podemos permitirnos y vamos a perder de cualquier modo, o hacer de necesidad virtud y declarar que no queremos ni precisamos un ejército, transformar la Argentina en un país desarmado –o relativamente desarmado– y decir que somos los más buenos y razonables y maravillosos. Y quizás, incluso, alguien nos crea. Nosotros mismos, por ejemplo.
Sería fantástico. Una medida inteligente, desapasionada, modélica –y además muy rentable. El presupuesto nacional del último año en que hubo presupuesto nacional, 2010, prevé gastar 12.600 millones de pesos, un 4,6% del total, en las fuerzas armadas. Esos 12.600 millones son poco menos que los 14.300 que se dedican a la asistencia social, por ejemplo –que podría entonces duplicarse. O más del doble que el presupuesto de salud, 5.600 millones –que podría triplicarse: tantos hospitales, tantos remedios, tantos cuidados para tantos millones. O seis veces más que los 2.100 millones del presupuesto de ciencia y técnica; un área que, si recibiera esa inyección, podría ayudar a intentar un país que dejara de ser el sojero de los chanchos chinos. Eso sin contar las numerosas posesiones de las tres fuerzas que podrían servir para escuelas, hospitales, empresas públicas, iniciativas mixtas. Y habría miles de empleados más o menos capacitados que podrían reciclarse en otros empleos –con un lapso largo de readaptación y seguro de desempleo a cargo del Estado. Muchos de ellos, incluso, podrían aumentar las fuerzas de seguridad –que ahora parece una de las prioridades de la política argentina.
Aun así, sería extraordinario. ¿Se imaginan el desfile del 9 de julio de escuelas, asociaciones, clubes de barrio, criadores de llamas y vicuñas? ¿Se imaginan el edificio Libertador sede de tres carreras de la UBA? ¿Se imaginan los dólares de los turistas japoneses por un crucero en verdadero portaaviones a la Antártida? ¿Se imaginan la cantidad de pilotos más o menos preparados que podrían trabajar en Aerolíneas? ¿Se imaginan las grandes granjas cooperativas en las tierras exmilitares? ¿Se imaginan al presidente Pepe Mujica declarándonos la guerra para defender sus plantas de papel y a nuestro gobierno diciéndole que sí faltaba más con todo gusto pero nosotros no hacemos esas cosas, que si quiere invadir que invada nomás, que la fuerza es el derecho de las bestias?
Quedaríamos tan bien, sería todo tan lindo: nada te legitima tanto frente a una situación de conflicto como no querer ningún conflicto. Solucionaríamos un par de problemas acuciantes y, de yapa, seríamos un país envidiado, estudiado, un caso testigo, un orgullo menor en una época en que andamos tan escasos de orgullitos: de cómo una sociedad se desembarazó de un parásito arcaizante que no le servía para nada y consiguió convertir esos recursos perdidos en beneficio para su sociedad. Porque, de todas formas, insisto, lo que tenemos es un ejército de utilería, de opereta: un ejército que sirve para decir que tenemos un ejército pero no tiene hipótesis de conflicto razonables ni medios para llevarlas adelante. Un ejército que funciona según las premisas del pensamiento mágico: decimos que existe, pero no existe realmente. En tales condiciones, no tiene ningún sentido conservarlo. A menos que los –nuevos– ricos quieran guardarlo por si de nuevo necesitan patotearnos y matarnos; si así fuera no deberíamos pedir su cierre para mejorar un par de cosas; deberíamos exigirlo por puro instinto de supervivencia.
Y no voy a insistir en el hecho de que el ejército argentino es la institución más violenta de nuestra historia, la más homicida, porque no quiero que las emociones tiñan una propuesta que va más allá: que, en el famoso concierto de las naciones, el poder moral de desarmarse es mucho mayor que el escaso y costosísimo poder de fuego de un ejército que no tiene objetivos.
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Cuando la hice más o menos pública, mi posición fue criticada de formas muy diversas. Algunos me decían que el ejército servía para defender nuestros recursos naturales. Era un triunfo de la ideología –nacionalista– contra la historia: imaginar, pese a tantos hechos y evidencias, que el ejército va a proteger los recursos naturales argentinos. ¿Para quién, para la Barrick Gold, para Repsol? Cuando tuvo poder, el ejército entregó más recursos que nadie. La tal entrega no es como en las películas: no vienen hordas de soldados a ocupar los pozos o las minas; llegan en jets privados ejecutivos con valijas de dólares para los funcionarios, jueces, periodistas, militares que pueden ayudarlos a quedárselos. Y el ejército después, si acaso, se los cuida. Otros me decían que tenía que haber ejército porque siempre hubo, o porque son buenos ayudando en tareas humanitarias en caso de catástrofe natural –como si, en esos casos, los fal sirvieran para algo.
Pero la respuesta que más me sorprendió fue la del entonces secretario de Estrategia y Asuntos Militares, Germán Montenegro, el segundo en la jerarquía de su ministerio. El secretario dijo en varios medios que “la Argentina, que no tiene hipótesis de conflicto a corto o mediano plazo, configura a sus Fuerzas Armadas teniendo en cuenta un escenario de incertidumbre”. Y que la Argentina no tiene hipótesis de conflicto para sus fuerzas armadas porque “en lo inmediato no hay un país que pueda amenazar la soberanía argentina”, aunque –dijo el secretario Montenegro– “tenemos recursos muy importantes, un territorio rico, presentamos reclamos sobre la ampliación de la plataforma continental y no sabemos qué amenazas pueden surgir desde el escenario internacional incierto y cambiante”. O sea: que están ahí por si acaso y ya veremos.
No le importó a nadie, aun cuando la ley 23.554 de Defensa Nacional, promulgada en 1988, diga tan claro en su artículo 8 que “el sistema de defensa nacional tendrá por finalidad: a) Determinar las hipótesis de conflicto y las que deberán ser retenidas como hipótesis de guerra; b) Elaborar las hipótesis de guerra, estableciendo para cada una de ellas los medios a emplear…”.
Que el gobierno no cumpliera la ley tampoco le importó a nadie. El ejército, entonces, sigue sin saber para qué está. Por eso insisto: me parece que vale la pena pensar qué pasaría si no estuviera. Es el momento, como casi siempre.
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 Y, quizá, disolver el ejército sería una buena forma de empezar a cambiar nuestra idea de comunidad –la noción de qué es lo que nos une, de quiénes son los que se unen– y dejar de lado esa que llamamos “patria”.
El ejército siempre fue el “último reservorio de la patria” y la pelea de los nacionalismos progres –¿nacionalismos progres?– del estilo que el kirchnerismo ha retomado consistió en quitarle ese lugar: en demostrar que la “patria” no era un concepto oligárquico y represivo sino un patrimonio popular. A mí me resulta difícil de aceptar que, para mejorar las vidas de los 25 millones de argentinos que el sistema excluye haya que empezar por excluir a todos los que no son argentinos.
Alguien dijo que la patria era el último refugio de los canallas, y creo que pensaba en gente como el general Leopoldo Galtieri y compañía: sólo que aquella vez, abril de 1982, la compañía eran muchos millones de argentinos festejándolo, vivándolo. Sólo la patria puede producir cosas como ésas: que millones de fulanos y fulanas, oprimidos y reprimidos durante años, apoyaran de pronto a sus dictadores so pretexto de defender a la patria contra el enemigo exterior.
(Hay un ejemplo que me gusta en el Juicio a Eichmann, de Hannah Arendt: en diciembre de 1941, en Minsk, un Wilhelm Kube, comisario general nazi de la Rusia ocupada, recibió la primera partida de judíos alemanes para el “tratamiento especial”. Ya había aplicado ese tratamiento –la muerte, todavía por fusilamiento– a decenas de miles de judíos rusos. Pero cuando recibió a los alemanes se sintió incómodo y escribió una carta: “Soy una persona dura y estoy dispuesto a ayudar a resolver la cuestión judía, pero la gente que viene de nuestro propio medio cultural no es lo mismo que estas hordas de animales nativos”, dijo, justificando por qué le parecía improcedente exterminar –judíos– alemanes de la misma forma que exterminaba –judíos– rusos. La idea de patria –de compatriotas, su encarnación más obvia, más visible– resistía. El comisario general había superado la mayoría de los límites posibles: no tenía problemas con matar, no tenía problemas con matar miles de personas porque fueran judíos, pero le incomodaba matar compatriotas. Al fin, por supuesto, terminaría haciéndolo, pero no era lo mismo: la patria se impone allí donde todos los demás conceptos –religión, ley, moral– han dejado de funcionar.)
Son ejemplos extremos: todos los días, con menos rimbombancia, sin clarines, la patria produce esos efectos, esas confusiones. Pensar en términos de patria es suponer que un hombre o una mujer que nació en el mismo territorio que yo está mucho más cerca de mí que otro que no: que el patrón que te explota es mejor si tiene tu mismo documento, que el ladrón que te roba, que el policía que te reprime, que el líder que te engaña son mejores si tienen tu mismo documento.
Aunque últimamente, en la Argentina, el efecto patria se había difuminado mucho: se volvió cada vez más etéreo, más simbólico. Una cosa era ser argentino cuando ser argentino suponía que uno tenía derecho a una buena educación gratuita, a una buena atención médica gratuita, a comer y dormir y vivir todos los días. Desde que los militares empezaron el proceso de quiebre, de marginalización de millones, ser argentino ya no significa nada de eso –y, por lo tanto, la adhesión a la patria sólo está hecha de discursos, gestos, símbolos. El fútbol, ahora, es uno de las escasos mecanismos que siguen produciendo efecto patria: cuando yo grito el mismo gol que Videla, que Macri, que Tinelli, que Fernández, estoy siendo víctima del efecto patria: compartiendo un sentimiento con gente con quien no querría compartir nada de nada.
Y la historia. En estos últimos años, la revisión de la historia ha tendido a producir ese efecto. No era fácil: el peronismo de los noventas había conseguido deshacer los sentidos de la historia. Lo escribí hace casi veinte años, cuando el riojano prófugo promulgó unos billetes donde Rosas coexistía con Sarmiento, Roca con San Martín: el todo igual nada mejor había llegado, vía pesos, a la historia. Que Rosas y Sarmiento pudieran estar juntos en la guita implicaba que ya no valía la pena discutir si Rosas o Sarmiento: que sus actos no producían diferencias políticas en el presente, que ya no tenían ningún sentido más allá del cuentito. Por eso, supongo, esos años se llenaron de novias del Restaurador y amantes del General: los “próceres como seres humanos” –cuyas políticas se medían por el baremo de la revista Caras. Ahora, lo vemos, la historia ha vuelto. Hay libros de historia que se venden como pan caliente o lactal o de pancho o figazzita, hay programas de historia en radios y televisiones, hay avidez; hay un bicentenario. Y hay, sobre todo, una recuperación del discurso nacionalista del peronismo clásico (ver Relato, p.xy). Hay, en general, un efecto patria más eficiente, más profundo, mejor organizado.
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Siempre creí que sería bueno que no hubiera más patrias: la idea de patria es armar un conjunto para excluir a todos los demás, para justificar esa exclusión, ese desdén, esas matanzas. La patria es una idea paranoica: siempre funciona en referencia a una amenaza externa. Frente a los diferentes, nosotros los –supuestamente– iguales nos juntamos, nos defendemos, nos queremos.
Siempre quise que se acabaran las patrias: que las afinidades fueran electivas, no por derecho de suelo; que un hombre se pueda sentir más cerca de los que piensan como él, viven como él, esperan como él –y no de sus meros compatriotas. Que el torturador y el torturado, el explotador y el explotado, el rico y sus empobrecidos, no tengan un espacio común donde –deberían– encontrarse.
(Hay, sí, una defensa económica de la patria, cierto nacionalismo material: si las empresas son argentinas no remiten sus ganancias a otros lugares y –eventualmente– las reinvierten aquí. Lo cierto es que los ricos argentinos en general no reinvierten: gastan en sus lujos, y ni siquiera necesariamente en el país. Lo cierto es, también, que los ricos argentinos ya no funcionan como argentinos: están globalizados. El argumento económico, de todos modos, es una racionalización: hay una razón simbólica –ideológica– previa, que está en la base del nacionalismo: son nuestros hijos de puta; son de los nuestros.)
Los peronismos siempre fueron fuertemente patrióticos, nacionalistas. Se podría pensar que sus políticas de alianza de clases lo necesitaban: si querían que los obreros y los patrones se llevaran bien, se sintieran parte de un esfuerzo común, ninguna goma los pegaría mejor que la patria. Y uno de sus símbolos más resistentes, más resistibles, más degradados: el ejército argentino, que –por suerte– ya no sirve para mucho más que eso.